NO TENDRIAMOS QUE MORIR NUNCA – UN TEXTO DE MARTINA PETTINAROLI

NADIE SALVA A NADIE, CADA UNX SE SALVA SOLX

Mar tiene una cosa especial para poner en palabras, para mirar. Martina Pettinaroli nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Cuando terminó el secundario se mudó a CABA para estudiar arquitectura y, después de cuatro años, decidió cambiarse a periodismo. Durante varios años participó del taller de escritura creativa de Juan Morris y también hizo cursos con Leila Guerriero, Julio Villanueva Chang y Josefina Licitra, entre otros. Ahora, trabaja en comunicación digital y empezó a editar su primer libro de cuentos con Flor Monfort.  Este es su medium. Tiene un gato, Salvaje, y la luna en Piscis.

Para Marti, la creatividad es el deseo de encontrar una solución para liberarse de algo. “Somos creativxs para salir de los conflictos internos o externos.“

“Escribo porque me cuesta hablar. No me gusta hacerlo, me cuesta bastante, y encuentro en la escritura una alternativa perfecta para expresarme y abrirme. Es como una excavación hacia el centro de mí misma para transformar emociones, percepciones y recuerdos en un mensaje, en una historia. Puede parecer un acto egoísta, y no estaría mal, pero la verdad es que la necesidad de dar ese mensaje a los demás es tan grande como la de sacármelo de adentro.”

 

Recomendación: escribir un diario, a cualquier persona. 

“Llevo uno hace varios años y mis cuadernos son una de las cosas materiales más valiosas que tengo. Leerlos es repasar el cuento que me conté a mí misma. Es impresionante ver en qué asuntos estaba enfocada, en dónde depositaba toda la energía. A veces resulta gracioso. Otras, muy penoso. Pero es mi propia narrativa, la verdad en mi puño y letra, por lo que sirve para verme y conocerme.”

 

                 

 

Este texto es tan precioso que quise traerlo hasta acá:


No tendríamos que morir nunca

 

Steve, my dear. 

La única persona a la que le vi el aura.

Era azul, turquesa. Como una capa atmosférica.

Del color del cielo lejos de las autopistas.

 

La única persona que notó que yo prestaba más atención a las sombras que a las cosas que las provocan, que distrajo a unos guardias de seguridad para que pudiera ver los Lirios de Van Gogh antes de que nos echaran del museo, que pidió dos galletas de la fortuna más porque la mía había venido vacía. 

Directamente, no tengo fortuna, dije.

La moza me respondió: tranquila, no quiere decir que te vayas a morir hoy.

Estamos bastante seguros de eso, pero, por favor, ¿traerías dos galletas más?, dijo él.

Y fue la suya la que vino vacía esa vez.

 

Tiene una gigantografía de la princesa Leia en su estudio, y una biblioteca compuesta por libros sobre los sonidos más que nada. Tiene un charango y una playstation. No sé si sigue viviendo donde vivía, pero sí que llora como un nene cuando habla de su papá.

 

Cuando vi la ciudad de noche desde arriba de la colina, entendí por qué la canción dice “es difícil creer que estoy solo”. Entendí por qué la llaman “ciudad de ángeles” también.

¿Y de qué color era?

Era turquesa, le respondí. 

Oh, chica. No sabía que mi aura era de ese color.

Yo no sabía que podía ver una.

 

Y empezamos a viajar. Nos preguntábamos dónde estarán guardadas la cantidad de fotos que sacan los turistas chinos del mundo, y si la felicidad y la tristeza tienen límites. 

Algo destacable de este país es que todos los baños públicos tienen papel higiénico.

¿Qué grandes decisiones tomaste en tu vida?

¿Qué pensaste cuando me viste por primera vez? 

Yo, “la puta madre”.

 

 

 

 

¿Dónde terminan las rutas?

Una ruta se parece bastante a la eternidad.

Si uno llega al final, se puede girar, dar media vuelta y seguir andando. 

 

Generalmente, después de un rato de lo que sea me dan ganas de ir a dormir. Son pocos los momentos que uno desea que duren para siempre, como este: estaba atardeciendo cuando íbamos por Davenport y parecía que nos conocíamos hacía miles de años y que podíamos seguir andando mil más. 

El juego de luces más lindo del mundo: un auto en movimiento y un sol de las siete de la tarde atravesando los árboles del costado de la ruta número uno hacia el norte. La cara de Steve se iluminaba y estaba en sombra sucesivamente, y yo lo miré, y me quedé observando su perfil recortado hasta que el montecito se terminó y la luz se estabilizó y entonces volví la vista hacia delante, hacia las rayas blancas y amarillas que pisábamos con el auto, y los carteles verdes con letras blancas que fluorecían. Un videoclip de Radiohead.

Cuando una curva nos acercaba al océano, dábamos bocanadas, como cuando se ve la inmensidad. Y, de repente, era más de noche.

¿No es increíble que si giráramos 180 grados podríamos llegar a Buenos Aires un día?,  le dije.

Sonrió sin apartar la vista del camino. No dijo nada.

Que hubiera seguido viajando con él para siempre, eso había querido decir.

Que no tendríamos que morir nunca, pensé. 

 

¿Cuál es tu mayor miedo?

Estar en medio de una tempestad. Pero ahora tengo uno nuevo: no volver a sentirme así nunca más en mi vida. 

Esa noche, dejé una mancha de rimel en la sábana blanca del hotel. Lloré porque cada vez estábamos más cerca de la fecha: siempre había un vuelo de regreso.

Bailamos en un montón de lugares,

un artista callejero nos escribió un poema,

compramos anteojos de sol en uno de esos locales de ropa vintage,

le saqué fotos a la sombra del Golden Gate sobre el agua,

entramos a muchas iglesias, 

vimos a unos negros cantando gospel que estaban muy cerca de Dios.

Y después de todo eso, cuando cerramos la puerta de ese hotel para partir, pensé: hay gente que llora en las camas de los hoteles de San Francisco.

 

   

 

En el tramo final del viaje, saliendo de un pueblo fantasma cerca de Las Vegas, Steve puso Wonderwall. Me pareció raro después de kilómetros y kilómetros de rap, pero me gustó el cambio. Amo los hits –si pudiera escribir tan sólo uno, ser ícono de una época– y amo a Oasis. Y estaba sedada, con champagne todavía en las venas, recordando a un Elvis sudoroso que se tiraba agua en la cara con un pulverizador. 

Tenía intenciones de hablarle para que no se durmiera, pero él me decía “estoy bien, chica. Duerme”, y seguía dándole a esa pipa, y todo sucedía como en una película, pero era la verdad. 

Era verdad: salíamos de un pueblo fantasma en medio del desierto después de haber jugado en el casino hasta el amanecer y de hacer el amor en la cama gigante del hotel París con el sol dorado pegando en nuestras caras. El calor en la calle era brutal, el humo dentro del auto y el polvo que levantó el auto en el camino, y las líneas blancas de la ruta y los carteles, otra vez, el cielo rosado. Era real. 

Y su mirada fija en la ruta o en qué, quién podría saberlo, ahí el que conducía era Dios, y el miedo no existía, ¿qué es el miedo a esta altura?, y pensé, porque justo estaba sonando, y lo creí, porque nunca en mi vida esa canción que había escuchado mil millones de veces había tenido tanto sentido, que tal vez era él el que iba a salvarme, y yo a él. 

Pero después, no mucho tiempo después, entendí que no, ni una ni la otra. Nadie salva a nadie, cada uno se salva solo.